Sebastian Rico Esenaro
Domingo por la tarde en San Ildefonso.
(Reporte sobre la exposición de José Clemente Orozco)
Domingo por la tarde en San Ildefonso.
(Reporte sobre la exposición de José Clemente Orozco)
México esta entrando en una nueva etapa de su vida, esta alcanzando una madures violenta, es un país que sangra y agoniza mientras se traga el llanto. Es un lugar políticamente definido, pero a su vez cada lugar dentro de él es diferente y con una cultura de muerte que impregna nuestros orígenes, que acentúa nuestra historia, que endulza nuestros panes y seduce a nuestro arte.
Es un espacio lleno de gente sumisa, con mucha sensibilidad a causa de la geografía, porque es la imposición del paisaje y la contundencia de nuestra naturaleza la que educa rústicamente nuestro sentidos. La cultura mama de la tierra. Ya sea en los costas llenas de consuelo y basura o en las estruendosas ciudades retacadas de relaciones sistémicas. Este contexto hace que haya un agujero dentro de las personas, una conciencia colectiva de frustración y sometimiento, de desinterés y conformismo pero también de esperanza y de fe. Una sociedad susceptible a su entorno natural, político, económico y humano.
Hay países que envidian nuestra cultura y no me refiero al cliché del extranjero enamorándose del mole poblano, me refiero a un sábado en el centro histórico de la ciudad de México, un recorrido por la lagunilla donde se pueden ver la resistencia de ese mestizaje cultural que se aferra en las calles y la contundencia de la cotidianidad; en estos sitios se percibe una cultura con fisuras y a veces con síntomas de atrofio, se pueden notar también fuertes corrientes de relaciones sociales y de comercio que requieren de un análisis más profundo, lo envidiable esta en la abundante variación cultural.
Solo que hay un problema, este exceso genera un desenfoque cultural, neutralizando todo el potencial de desarrollo social y en consecuencia el desarrollo artístico.
Desafortunadamente hay un desequilibrio en el entorno del mexicano ya que la mala política y la falta de una buena economía arrebatan la atención y el aliento de la gente, los que gobiernan deshumanizan sus responsabilidades y los afectados solo piensan en conseguir el símbolo de la estabilidad moderna: $. Esta situación ha generado una especie de ciclo sangriento que acontece con constancia, 1519, 1810, 1857, 1910, 1968, 1994, 2000, 2011, (por mencionar algunas fechas).
Como consecuencia: una contemplación al humano deficiente, casi ausente.
Pero hubo un grupo de personas que sentían que podían decir algo a la gente, artistas que estaban conscientes del poder de su imaginación y del impacto social de su creatividad, entre ellos había un manco en particular llamado José Clemente Orozco.
Tapatío y con bigote corto. Este hombre que pintaba bien, hizo imágenes que hablan de historia, de ideales, de fuego y de muerte. Sus trazos no mienten y con su única mano, que parecía la de veinte hombres, plasmó una preocupación que actualmente esta sedada en los artistas contemporáneos. Una responsabilidad social que lo encausó a narrarle a los del presente y los del futuro acerca de los del pasado.
Ahora puede parecer molesto tener que recordar algo que queda tan atrás. Incluso borramos la historia nuestra, por darle prioridad a estrategias pedagógicas en pos de la modernidad y la efectividad. Resulta más importante un mingitorio en un museo (sin menospreciar su valor), que la escuela, las técnicas y los procesos de los muralistas mexicanos. Está bien saber de las rupturas vanguardistas europeas y es muy sano saberlo. Pero lo que no es inteligente, es olvidar lo poco que tenemos aquí, ni aferrarnos con ciega devoción a una tradición casi extinta: El muralismo.
Creo que no está demás cuestionar por qué no nos enseñan a pintar las paredes con la maestría que alguna vez se hizo. En pensar ¿Porqué permitimos que borren en los libros de texto, la historia prehispánica para mandar a los alumnos a un taller de carpintería? ¿Porqué contemplamos con paciencia, el recorte presupuestal en las áreas de cultura y educación, para fortalecer la violencia? ¿Porqué financiamos una guerra? ¿Estamos de acuerdo con los métodos de enseñanza artística? ¿Por qué no decimos nada?
Aprendí cosas importantes acerca de la ruptura y del olvido; en una ocasión conocí el trabajo de un compañero que consistía en romper platos y armar con los trozos un plato nuevo y raro: La ruptura deja escombros de oro, mientras que el olvido lo devora todo.
Orozco vino en una tarde de domingo a recordarme estas cosas, no con los bocetillos que abundaban en la exposición sino con las fotos mal trabajadas de sus murales en todo el país y los murales dentro del museo.
Si bien la exposición que se encuentra en el museo de San Idelfonso, puede interpretarse como un intento desesperado por confirmar un sobrevalorado espíritu nacionalista, muestra aspectos muy interesantes fuera de las ideologías políticas, que exhiben un humor ácido para consolar una visión bastante trágica del pasado.
Orozco hizo con su obra un melodrama sobre la historia mexicana, un hombre impulsado por el frágil espíritu de renovación proveniente de la revolución, a pintar en las paredes de edificios gubernamentales imágenes que hablan del mal gobierno, de rebeldía, de sumisión, de dolor y de ausencia.
En este recorrido me llamó la atención ver que los que verdaderamente ganaron la revolución, Orozco los muestra aún como derrotados, imágenes que hablan de una verdad que a más de un lustro pesa más y más: los mexicanos estamos derrotados ante un anhelo de modernidad. Protegidos en agonía por una Malinche que no sabe decir no. Y perdidos como pueblo porque los que proponen el camino están ausentes o tienen miedo.
La única manera de alcanzar la modernidad es atendiendo nuestra obsoleta presencia y rompiendo nuestra cultura por medio de la creatividad y la experimentación, para armar el caos de los aciertos y lo errores. Romperlo otra vez y esperar. Por último responder a las consecuencias sean malas o buenas.
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